Cirilo

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Los últimos tiempos habían sido favorables para nosotros. Después de años de luchar contra viento y marea, habíamos dejado atrás todos los problemas, todas las vicisitudes de la clase media.

Adquirimos unos meses atrás una casa en los suburbios. Era un gran terreno, con muchos árboles, una alberca de gran tamaño, una construcción enorme y con todos los servicios de una casa de verano. Y es que eso era en realidad.

Sin embargo, no eramos los únicos que vivíamos ahí. Los antiguos propietarios de la casa nos hicieron saber desde el inicio de las negociaciones de la compra-venta que había un huésped involuntariamente aceptado por ellos: un chico sin hogar que, un día aleatorio, amaneció recostado en el interior de la descuidada caseta de vigilancia.

Dado que los entonces propietarios de la casa se hospedaban en ella un par de veces al año, decidieron “contratar” al chico para que la cuidase mientras ellos seguían su vida en la gran ciudad. Le mandaban algo de dinero con el personal de limpieza que cada mes daba mantenimiento a las instalaciones, y dado que nunca causó problemas, nunca le obligaron a abandonar el lugar.

“Le garantizo que jamás tendrá problemas con Cirilo” me dijo el dueño de la casa. “Es pacífico, aunque adicto a los solventes. Tiene poco más de dos años que apareció ahí. Dado que no sabe su edad, calculamos que andaría entonces rozando los diez años.”

Las dos ocasiones que visitamos la casa para escudriñarla antes de la compra, no vimos a Cirilo. Lo conocimos hasta el día en el que nos mudamos.

Medía poco más de un metro y medio. Tendría un poco más de 14 años, pero su aspecto físico estaba en completa decadencia. Era bastante parlanchín, aunque su conversación, dada su nula educación, era en extremo trivial. No era desagradable, pero no entendía el valor del tiempo en un individuo como yo, que aprovecha cada minuto en hacer algo productivo. Bueno… aprovechaba, pues como comenté al inicio de este relato, ahora las cosas serían distintas. Menos trabajo, más tiempo para la familia y los amigos, mejor calidad de concentración dada la delegación de responsabilidades a la que había recurrido con el negocio familiar y, sobre todo, cero stress.

Con nuestro arribo a “la mansión” -como Cirilo la llamaba-, las cosas cambiaron un poco para él.

Antes, cuando la casa estaba vacía, el chico se la pasaba haciendo nada por todos los rincones del inmenso terreno. Sólo en las noches se refugiaba en la inútil caseta, y a lo mucho se alejaba una vez al día para conseguir algo de comer y de paso adquirir sus solventes.

Ahora, dado que había movimiento, le había sentenciado que no podría estar dentro de la casa a menos que estuviese limpio, sobrio y fuese servicial. No le gustó. Prefirió mantenerse al margen y vagabundear por los alrededores desde el medio día -mañana para él- hasta la caída del sol, que era cuando se encerraba en su santuario.

Los primeros meses en “la mansión” fueron bastante agitados para nosotros, ya que tuvimos que adquirir más muebles de los que teníamos, así como el inmenso inventario de pequeñas cosas que una gran casa requiere. De repente, muy de repente, Cirilo se acercaba para ayudar en la limpieza de algún segmento difícil del patio a cambio de un plato de comida. En un par de esas ocasiones le obsequiamos algo de ropa: bermudas de mezclilla y sudaderas con capucha. No usaba ningún otro tipo de prenda, incluso en tiempo de frío.

Cierto día discutimos mi esposa y yo sobre organizar reuniones con amigos y conocidos -algo que con poca frecuencia hacíamos en el pasado-. Ese mismo fin de semana comenzaron a llegar vehículos llenos de gente desde muy temprano. El bullicio despertó a Cirilo, que ni tardo ni perezoso, al ver la oportunidad de ganarse unas monedas, se autonombró gerente de maniobras (viene-viene en su caló) y comenzó a “echarle aguas” a los conductores para acomodarse en el estacionamiento. Al yo descubrirlo, me acerqué a él para darle una reprimenda tamaño llorarás, pues su aroma al solvente aspirado durante toda la noche estaba causando estragos en los invitados.

Recuerdo que al final de esa primera fiesta -que, dicho sea de paso, sólo duró algunas horas-, me tocó un trabajal inmenso de limpieza en el patio. Cirilo, algo amuinado por la regañiza que le solapé esa mañana, se ofreció ayudarme. Fueron momentos terribles de convivencia, ya que yo andaba cansadísimo y con ganas de meterme a darme un baño y descansar. Lo que menos quería en ese entonces era platicar, y el chico no dejaba de abrir la boca preguntándome sobre la gente, la marca de tal o cual carro, el “aifon” de sutano que traía una música rete chida y otros veinte mil temas que, en ese momento, me importaban lo mismo que un soberano comino. Peor aún fue porque, al darse él cuenta de que mis respuestas eran cortantes o incluso nulas, más insistía. Mi molestia era un deleite para él, pues jamás me había visto tan serio. En más de una ocasión pensé sobornarlo para que él terminara solo, pero ni era pertinente ni podría él solo. Ese día quedó advertido: si quería ganarse unas propinas en futuras ocasiones, tendría que prescindir de su vicio la noche anterior y levantarse temprano, bañarse y estar presentable para el arribo de los invitados.

Cada fin de semana organizamos esas fiestas. Algunas para amigos, otras para familiares, otras para conocidos, otras para clientes… Nos convertimos en animales sociales durante alrededor de medio año.

Y con cada fiesta, Cirilo se ganaba una respetable cantidad de dinero. Y con ello llegó algo muy grato: dejó el vicio por los solventes. Fue bastante obvio para nosotros, pues antes, muy a pesar de las mil y una ocasiones en las que le decíamos lo malo que era ese vicio para él, insistía, abandonándose a sí mismo todas las noches.

Ahora ya no olía a solventes. Seguía teniendo el mismo aspecto andrajoso de siempre, pero ese aroma característico ya no le pertenecía. Seguía siendo el mismo, pero sin esa costumbre que le mataba las neuronas.

De hecho ganó un par de kilos, pues se gastaba el dinero en comida chatarra. Con frecuencia nos decía el personal de limpieza que había encontrado en el bote de basura restos de empaques de hamburguesas, pollo frito, pizzas y otras delicias culinarias similares.

Cierto día que yo lavaba los autos, escuché un estruendoso guitarrazo salir de la caseta de Cirilo: había comprado una grabadora de esas que tienen medio millón de watts de potencia y estaba escuchando el repertorio de cierto grupo de rock que un amigo mío le había obligado a escuchar tiempo atrás. El angelito se había ido al mercado más cercano, compró la “gabacha” y la oferta de 10 discos piratas con los MP3 de la discografía del grupo. Y ahora estaba parafraseando lo poco que alcanzaba a distinguir en la fonética de las líricas en inglés. Tras un enérgico “bájale a tu desmadre o te quito ese aparato”, evité que el volumen se convirtiera en un problema a futuro.

Así continuaron las cosas por un tiempo más. No nos dimos cuenta de que Cirilo comenzó a ausentarse del entorno. Incluso hubo noches en las que no durmió en la caseta. Incluso se perdió algunas fiestas. No le dimos importancia. Cirilo estaba comenzando a convertirse en un adolescente, y los cambios que notamos nos hicieron pensar que tal vez había conocido a alguna chavilla y andaba pretendiéndola.

Un sábado por la mañana, mi esposa y yo decidimos darle una escombrada al “cuarto de trebejos” al costado de la cochera, pues con el pasar de los meses se había ido llenando de cosas inservibles. Más que la acumulación de objetos, nos preocupaba que la enorme pileta de concreto que ahí estaba construida se convirtiese en refugio de alimañas.

El foco del cuarto estaba fundido. No lográbamos ver bien en el interior ya que un frondoso árbol se recargaba en un costado, impidiendo el paso de la luz del sol. Sin embargo, esto no nos desmotivó. Sacamos entre ambos varias cosas y sólo quedó un colchón sobre la pileta. Quisimos quitarlo, pero estaba demasiado pesado para nosotros dos. Afortunadamente, el colchón colgaba por un costado de la pileta, permitiéndonos deslizarlo lo suficiente como para maniobrar con la escoba y la manguera dentro de la pileta.

El interior de la pileta estaba no oscuro… negro. No se veía nada en el interior. Recordaba que la profundidad era de alrededor de metro y medio, pero no veía qué había en el fondo.

Mi esposa me pasó la escoba, la cubeta con el combinado de limpiadores y detergentes diluidos en agua y la manguera en lo que iba a mi taller a conseguir una lámpara. Vacié la cubeta y comencé a medio tallar las paredes internas de la pileta con la escoba.

Justo al llegar al fondo topé con algo. Era suave y grande, pero no tenía idea de qué era. Traté de empujar el colchón para quitarlo por completo de encima de la pileta, pero mi intento fue inútil. Afortunadamente, llegó mi esposa con la lámpara.

“Hay algo ahí debajo” le dije. “No sé si sea algún animal muerto.”

Ella se acercó y alumbró hacia el interior con la lámpara.

Cirilo estaba allí. Bañado en detergentes y jabón. Inmóvil.

No sé de dónde saqué fuerzas, pero empujé el colchón por completo y se deslizó hasta el suelo. Brinqué dentro de la pileta e intenté incorporarlo mientras gritaba su nombre. No pude.

El chico estaba recostado en posición fetal. Su piel era un témpano de hielo. No respiraba. No tenía pulso. Sus músculos estaban en completo rigor mortis. Mi esposa me dio la lámpara y corrió a la casa para llamar a las autoridades. Fue entonces cuando noté que de sus fosas nasales salía un hilo de sangre que se había coagulado, y en sus manos sostenía una jeringa.

La autopsia reveló que Cirilo había consumido una gran dosis de cocaína antes de morir. Sus tejidos estaban impregnados de residuos de heroína, pero la causa de la muerte fue por una sobredosis de esta.

El dinero que se había ganado de “viene-viene” en nuestras fiestas se lo había comenzado a gastar en esas drogas. Por eso abandonó los solventes. Por eso nunca nos dimos cuenta. Nunca nos imaginamos que sus constantes desapariciones eran para irse a administrar esas drogas a otros lados, tal vez con sus proveedores.

Ya algunos de ustedes nos han querido hacer entender que la gran culpa que sentimos por no haber hecho más por Cirilo no tiene motivo de ser. Honestamente, no sé si pudimos hacer más. Recuerdo la vez que le propuse pagarle esas “vacaciones” que, al inicio, aceptó gustosamente, pero al saber el nombre del lugar a donde lo mandaba, se retractó agresivamente y me apuntaló en la memoria: “Me gusta lo que soy y así seguiré hasta que muera”.

Así ha sido. Sin embargo, yo, personalmente, tardaré mucho tiempo en quitarme este sentimiento de culpa que me invade.

Pero dejemos el pesar a un lado. Hoy estamos aquí reunidos para despedirnos de Cirilo. Dado que nadie reclamó sus restos, decidimos darle una sepultura digna, pues, al final del día, este chico se convirtió en parte de nuestra familia.

Y como miembro de esta familia, oramos al universo para que lo acoja en su seno, le otorgue el descanso que a lo largo de su vida le faltó, dejando presente en su memoria esas carcajadas burlonas y vacías de las necesidades mundanas, manteniendo viva esa incesante curiosidad sobre las insignificantes cosas materiales que tanto le llamaban la atención y sin lavar de su paladar los manjares que saboreó, para que, dado el momento, regrese del éter purificado, encarnando a otro ser humano que, como todos nosotros, aprenda de los errores que cometió en el pasado y logre la magnificencia del ser.

Adiós, Cirilo, y gracias por aparecer en nuestras vidas.

Descansa en paz.

Documento originalmente publicado en whitepuma.net en nov 8, 2013.

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