Era el verano de 1997. Íbamos todos de regreso a casa después de unas deliciosas vacaciones en la playa de Cancún. Todo había sido perfecto –a excepción de la ponchadura que sufrimos saliendo de la ciudad-, ya que agarramos una excelente casa cerca de la playa a un excelente precio. Todos disfrutamos de un delicioso sol, un cálido ambiente y unas perfectas noche de disco.
La luna alumbraba en todo su esplendor nuestro camino. Una hermosa luz espectral daba vida a la Selva Lacandona. Ya habíamos salido de Quintana Roo y estábamos atravesando por Campeche... todavía faltaba mucho camino para llegar al D.F.
Una sección de la autopista estaba en reparación, así que tomamos el atajo que indicaban las señales.
Creo que fueron 2 horas de camino terroso... nunca pensamos que fuéramos a recorrer tantos kilómetros para poder retomar la autopista. Hasta pensamos que nos habíamos perdido. Comenzó a hacer frío, lo cual era natural por tanto árbol que había alrededor, pero extraño por el clima cálido que predomina en la zona.
A los niños les dio hambre, y ya todos habíamos acabado con las tortas que habíamos preparado antes de salir de regreso a la ciudad.
Extrañamente vimos un letrero que decía "Hacienda La Profunda 5 Km." Y una flecha que apuntaba hacia un sendero en mejores condiciones que nuestro camino. Me detuve en la orilla y volteé hacia todos.
-¿Cómo ven? ¿Pasamos a esa hacienda a ver si nos pueden vender algo para cenar o me sigo derecho?
Todos tenían cara de hambre, cansancio y los niños de fastidio. Miré a Sofía buscando una respuesta y lo único que recibí fue un "Haz lo que creas conveniente".
Me quedé pensando en la mejor opción, pero una nube oscureció la luz que la luna daba y sentí un escalofrío que me puso los pelos de punta. Metí primera y viré sobre el camino.
10 Minutos después llegábamos a una hermosa hacienda de apariencia colonial, bien cuidada... parecía nueva. Había faroles que alumbraban con grandes velas el exterior, pero no se veía ni un alma.
Me detuve en la entrada, y las luces alumbraron a un jinete que venía cargando unas liebres al costado. La antigua carabina que traía en las manos y las ropas que lucía, aunados a la apariencia cuarentona y el retorcido bigote en su pálida cara me hicieron pensar que era un fantasma, pero el relincho del caballo a mi costado y los toquidos en la ventanilla me hicieron reaccionar. Rápidamente bajé la ventana y amablemente saludé al hombre.
-Hola, buenas noches. Venimos de Cancún y vamos hacia el D.F., pero tuvimos que...
Si, lo sé –interrumpió el hombre-. Una fuerte lluvia dañó la autopista el día de ayer y muchos vehículos pasan por el camino viejo. Varias personas le han preguntado a mis peones si van en el camino correcto... van bien, como a 40 kilómetros está el retorno a la autopista, así que no están perdidos.
Esa voz me inspiró la confianza que yo necesitaba, pero mis ojos me traicionaron, ya que estaban mirando las liebres y mi mente las imaginaba en un apetitoso platón con verduras. El hombre se percató de ello y recorrió el interior de la camioneta desde afuera antes de invitarnos:
Se ve que vienen algo cansados y hambrientos. Yo soy el dueño de la hacienda y vivo solo con mis peones. Ya todos están dormidos, y creo que estas liebres están lo suficientemente buenas como para un banquete familiar. ¿Gustan ustedes acompañarme? Están cordialmente invitados a entrar a ‘La Profunda’.
Las muchachas comenzaron con su "ay... no se moleste, de veras, muchas gracias, blah blah blah" mientras Jorge y yo, junto con los niños y Sofía pensábamos si aceptar la invitación. El hombre desmontó del caballo, se quitó el sombrero y me indicó:
-Puede dejar su camioneta aquí en la caballeriza, de todos modos no creo que se la roben- Y emitió una sonora carcajada antes de seguir. –Ándele, las liebres están buenas y yo se prepararlas como nunca las han comido. Descansen y en unas horas seguirán su camino-.
Bueno, aceptamos –asintí, y acto seguido estacioné la camioneta-.
Qué curioso... no se sentía tanto frío ahí. Predominaba un ambiente algo cálido, cosa rara puesto que el cielo estaba bastante nublado. Parecía que caería un horrible aguacero.
Bajamos todos de la camioneta y nos acercamos al hombre, quien había desensillado y encerrado a su caballo. Traía en una mano su carabina y en la otra las 4 liebres fruto de la cacería.
Camino a la entrada a la casona, interrogaba yo al sujeto sobre poblados cercanos al lugar. Él me respondió que había un pequeño pueblo unos kilómetros adelante del sendero hacia la hacienda. Al decirme eso me sentí como un idiota. Cuando vio la cara que puse soltó otra sonora carcajada y dijo amistosamente, como si me hubiese leído la mente:
-¡JA! No se preocupe amigo, yo nunca recibo visitas y para mí no es molestia alguna compartir con extraños (sin afán de ofender) mis sagrados alimentos. Relájese y disfrute de mi casa, que también es suya.
Sonreí levemente sin dejar de sentirme mal, pero al entrar a la casa cambió mi expresión, y me uní a la cara de asombro de los muchachos. Y es que no era para menos, la casa por dentro estaba mejor que por fuera... se notaba que el tipo era muy rico, ya que la casa estaba impecable. Había candelabros de plata con velas alumbrando los interiores. Las cortinas de la sala eran de telas ricas, y los muebles de ébano brillaban con un lujo que cualquier político ricachón quisiera tener.
¡Wow! –exclamó Sofía- ¡Esta es una casa de ensueño!
En realidad lo es –dijo el sujeto-. Mi familia fue una de las más adineradas del estado durante la revolución, y todos me dejaron lo que usted ve cuando murieron de cólera.
¿Cólera? –inquirió Jorge- ¡Pero si ese mal es curable!
Pues a veces la gente es tan terca y confía tanto en los remedios de las curanderas que se olvida que vive en un mundo moderno –Respondió el tipo-. Aquí todos nos acostumbramos a vivir de la manera antigua, sin luz, sin televisión, sin esas cosas que a veces envenenan a la gente o la hacen perder el tiempo. En mi humilde opinión, es mejor así.
Ramón Cantú y Morales, para servirles –dijo el sujeto mientras besaba la mano de Sofía, ante el asombro de todos. Con cara de "metí la pata" volteó a verme y me dijo:
-Oh, perdón por el atrevimiento...
-No se preocupe, es una buena amiga. Yo soy soltero –aclaré-. Los ojos del hombre brillaron con una extraña alegría.
-Ah, bien... es que la señorita... –Sofía (casi grita ella)- ...Sofía, bello nombre, digno de una bella mujer. Mis respetos. Siéntanse como en su casa mientras preparo las liebres. No me tomará más de una hora. En el estudio hay algo de Tequila, Mezcal, Cognac y licores de frutas para los niños.
Y desapareció tras una puerta.
Sofía no pudo evitar ponerse roja de la pena ante las carcajadas y bromas de todos. Incluso los niños le decían que tenía un pegue grueso con los rancheros. Yo me reía por dentro, para no hacerla sentirse mal. Entramos al estudio y vimos una enorme cantidad de libros. Había una pequeña cava con botellas de vinos de todos tipos. Nos acomodamos en los sillones y nos pusimos a platicar mientras esperábamos.
Los cuadros de la familia (asumimos todos) eran impresionantes. Parecía que el mismo Davinci los había pintado. El aire que se respiraba era delicioso, y el calorcillo de la chimenea, aunado al delicioso aroma de la madera de los muebles hacía del estudio algo verdaderamente acogedor.
La cena está lista –gritó Don Ramón desde la puerta, tomándonos por sorpresa a todos. Y es que el tiempo había pasado rapidísimo... no nos habíamos percatado de que era casi media noche-. Por favor acompáñenme al comedor.
Ofreció su brazo a Sofía, quien volteó a mirarnos sorprendida.
Hágame usted el honor, señorita.
Yo la vi como diciendo "anda, hazle el honor" y ella lo tomó del brazo, echándome unos ojos de "pero ni estando loca me niego". Camino al comedor nos comentaba sobre cómo adquirieron los muebles, quienes eran su familia y otras cosas de la casa. Cuando llegamos al comedor, las liebres estaban servidas en una enorme mesa, sobre platones de plata, con verduras cocidas a su alrededor... tal como yo lo había imaginado.
Nos acomodamos todos en las lujosas sillas y él, caballerosamente, ayudó a Sofía a sentarse. Ella quiso ayudar a servir y él le negó la acción, ofreciendo a todos que se sirvieran a su gusto.
Mejor liebre no he comido jamás. Mejor vino no he tomado en ningún lado. Todo parecía un sueño. Don Ramón nos platicaba sobre su vida, los abuelos que lucharon en la revolución de 1910, los orígenes de la familia durante la conquista española, las leyendas de los alrededores... fue una plática digna de grabar en video... idiota de mí que no bajé la cámara.
Sofía estaba encantada escuchándolo... no le quitaba los ojos de encima. Nunca la había visto tan interesada en una persona... estaba como hipnotizada por el sujeto, que, viéndolo bien, no tenía mal ver. Okey, una cana por aquí y por allá, pero eso comparado con el porte, la amabilidad, caballerosidad y otros detalles, hacía de Don Ramón un sujeto digno de admiración y respeto.
Don Ramón, en la sobremesa, prendió un puro, sacó su reloj de bolsillo y exclamó:
¡Cielos! Es casi la una de la mañana... creo que los he entretenido más de lo necesario. Por ello debo pagar. Por favor, quédense a dormir.
Yo de inmediato aclaré: Imposible... tenemos que llegar a la Ciudad de México, ya que yo mañana por la tarde tengo que atender algunos asuntos pendientes.
Don Ramón, con cara de tristeza, aceptó:
Ah, si... el trabajo. Sé a lo que se refiere. Insisto en que duerman y descansen, pero como ustedes gusten.
Todos me miraron con cara de "quedémonos", pero necesitaba checar mi correo electrónico, ya que me urgía recibir la respuesta de un contrato millonario que tenía pendiente. Agradecí a Don Ramón el cumplido, la cena, la maravillosa charla, y después de un rato me levanté de la mesa para ir a sacar la camioneta.
Cuando estábamos todos subiendo a la camioneta, los niños dijeron que tenían sueño y Ana y Michelle parecían exhaustas. Sofía permanecía en el umbral, tomada del brazo de Don Ramón. Miré a Jorge y a Marcos y les pregunté tratando de evitar que Don Ramón me escuchara:
-¿Que onda, nos vamos a buscar un hotel al pueblo?
Pues yo creo que sí –dijo calladamente Marcos- ...yo estoy cansadísimo y con las curvas creo que pueden marearse los niños después de la cena.
Me armé de valor y me acerqué a Don Ramón.
Er... Disculpe, Don Ramón... ha sido muy amable con nosotros. Pero, sin que se ofenda, no queremos abusar más de su hospitalidad. Avnzaremos al pueblo y dormiremos en el hotel. Espero no se moleste...
¡JA JA JA! –rió escandalosamente Don Ramón- ¡Por supuesto que no me molesta! Lo comprendo, puede usted hacer lo que guste. No veo el caso de que gaste dinero en un hotel pudiendo dormir aquí, pero como gusten. Ah, pero eso sí, si para la señorita Sofía no es molesto –dijo volteando a verla- ...me gustaría que se quedara esta noche conmigo para mostrarle el resto de la casa y terminar la velada con ella.
-Pues si ella acepta... –aclaré-.
¡Pero claro que acepto! ¡No me perdería esto por nada en el mundo! –asintió Sofía, a quien Don Ramón vio con una sonrisa de oreja a oreja pintada en el rostro-.
Bueno, pues así será –dije-. Todos subieron a la camioneta, arranqué el motor y nos despedimos mientras tomaba yo el sendero hacia el camino.
Unos minutos después llegamos al pueblo, que no era tan chico como yo pensaba. Había un hotelito a la orilla de la carretera. Todos bajamos, pedí 4 habitaciones y se acomodaron Jorge y Ana en una, Marcos y Michelle en otra, Pepito, Julio y América en otra y yo me quedé solo. Iban a ser las dos de la mañana cuando estaba yo tocando la almohada.
Muchas cosas pasaron por mi mente... Se me hizo raro que Sofía aceptara quedarse con el señor, puesto que no era su estilo. Era una mujer algo tímida como para aceptar semejante proposición. Bueno, había una buena justificación... los últimos tres hombres en su vida habían sido un fraude como parejas... y a sus 33 años toparse con un hombre como Don Ramón era como sacarse la lotería.
Dieron las nueve de la mañana y Ana tocó a mi puerta, despertándome. Me dijo que me esperaban todos en el restaurante. Me vestí apresuradamente y ya todos estaban desayunando. Pedí unos huevos revueltos con jamón y un jugo de naranja mientras oía como todos platicaban de la noche anterior.
Pagamos la cuenta, nos levantamos y emprendimos el camino hacia La Profunda. Eran las once de la mañana. Bueno, no era tan tarde hasta eso.
Recorrimos como 20 minutos del camino y no encontrábamos el letrero hacia la hacienda. Me detuve en seco y di vuelta para confirmar si no había pasado la desviación.
Julio me dijo que me detuviera para bajarse a hacer pipí –raro en un niño que se toma medio litro de jugo de naranja-, y así lo hice.
Me bajé y lo acompañé mientras los demás esperaban, algo desesperados, a que siguiéramos el camino. Cuando regresábamos a la camioneta, oí el grito de un hombre arreando un animal. Bajé de la carretera buscándolo y lo encontré peleándose con una mula cargada de leña. Le pregunté si sabía dónde estaba la desviación hacia la hacienda La Profunda. Con cara de extrañeza, el tipo me dijo que me estaba 5 kilómetros adelante, pero que no había ninguna señal –lo cual se me hizo muy extraño-.
Regresé a la camioneta, comenté a todos sobre mi encuentro con el individuo y emprendí el camino, pidiéndole a todos que estuvieran al pendiente del sendero por si lo pasaba.
Y ahí estaba, efectivamente, a 5 kilómetros y sin indicación alguna para entrar. Pensé en voz alta que algún carro debió tirar el letrero.
...O alguna mula –dijo Jorge, lo cual desprendió una carcajada en todos.
Pero la carcajada duró hasta que llegamos a la hacienda. Todos nos quedamos perplejos ante lo que veíamos.
La casa estaba en ruinas... pero estas no se veían recientes... de no haber sido porque la noche anterior vimos esa casa como nueva tanto por dentro como por fuera, hubiéramos pensado que esa hacienda fue demolida a cañonazos durante la revolución.
Como rayo nos bajamos Jorge, Marcos y yo a buscar a Sofía, mientras Ana, Michelle y los niños seguían pálidos del susto dentro de la camioneta... Buscamos en los escombros y pocos cuartos algún indicio de Sofía, pero no encontramos nada.
A lo lejos en la parte posterior de la hacienda había una capilla, a la cual fuimos Jorge y yo corriendo en respuesta al berrido que nos pegó Marcos. Cuando llegamos, él estaba arrodillado recuperando el aliento, puesto que había recibido una baja de presión que casi lo infarta.
Lo mismo nos sucedió a nosotros al ver lo que había ahí.
Era un hermoso mausoleo de adobe, con un ángel tallado en mármol en la cúpula. Adentro estaba una tumba ante la cual yacía el esqueleto de una persona, aparentemente un hombre, que sostenía en una mano un ramo de flores marchitas. En el epitafio había una inscripción cuyas palabras me hicieron sentir algo que no puedo describir con otra palabra que no sea terror:
"Para mi amada Sofía, la mujer que busqué durante años
y no pude encontrar mas que en este mundo. Una mujer que
no se compara con ninguna ni de este lado ni del otro del más allá.
Dios la tenga en su santa gloria.
Siempre te amaré: Ramón.
Julio 20 de 1932"
Nos quedamos ahí no sé cuantos minutos... parecieron horas. Ayudé a Marcos y a Jorge a incorporarse, y regresamos a la camioneta tratando de inventar algo para decirle a las muchachas. Ellas y los niños estaban profundamente dormidos. Arranqué el carro y emprendí el camino hacia el pueblo.
Cuando llegamos, los dejé a todos en el hotel y emprendí el camino a la comandancia de Policía... no sabía que preguntar... y dije lo primero que vino a la mente.
-¿Alguien puede decirme algo sobre la hacienda La Profunda?
Los de la rural que estaban tras el escritorio se miraron uno al otro y pusieron cara de asombro... uno de ellos me respondió mientras el otro encendía un Delicado:
-Antes se llamaba "Hacienda Santa Fé". Fué la hacienda del señor Ramón Cantú, el cual murió hace muchísimos años. Todo mundo aquí lo respetó por ahí de los años 20 a él y a su esposa Sofía. Se dice que ella murió ahogada en el río y por eso le cambió el nombre a la hacienda, y él murió de tristeza poco tiempo después. Mejor ni se acerque ahí, porque ese terreno está embrujado.
No dije una sola palabra. Me alejé de regreso al hotel. Al acercarme noté que otra llanta de la camioneta estaba ponchada, y todos me esperaban en el comedor.
¿Que pasó, conseguiste la refacción? –me preguntó Jorge. No hice más que poner cara de idiota y responder con un "¿ah?"-
¿Si, no dijiste que ibas a reparar la llanta de refacción? ¿Pues a dónde fuiste?
Er... perdón, no se dónde tengo la cabeza –respondí-.
Acto seguido, verifiqué la refacción que traía y seguía ponchada. La tomé, fui a la vulcanizadora que estaba metros atrás, la repararon, regresé y los muchachos me ayudaron a ponerla. Cuando terminamos, llegamos al restaurante y pregunté si no había llegado Sofía.
¿Sofía? ¿Cual Sofía? –preguntaron todos al unísono. Si no me desmayé, fue de milagro-.
Er... la mesera... ¿no pidieron algo de comer? –inventé-.
Todos se me quedaron viendo como bicho raro. Yo estaba completamente confundido. Todos me dijeron que ya habían comido y querían irse. Jorge vio que me sentía mal y se ofreció manejar. Entre él y Marcos nos llevaron de regreso al D.F.
Esa noche no pude dormir. No dejé de dar vueltas en la cama, y no pude quitarme de la mente la imagen de la tumba de Sofía y los restos de Don Ramón a sus pies.
A la mañana siguiente fui a casa de Sofía, y menuda sorpresa me llevé al ver que otra gente la habitaba.
Era como si Sofía jamás hubiera existido. Todos la habían olvidado. En casa de sus papás me dijeron que ellos nunca tuvieron una hija, que habían tenido puros varones y que no se imaginaban cómo es que yo los conocía.
Dejé el asunto por la paz. No seguí buscándola. Pero todavía, por las noches, veo su cara sonriéndome, y diciéndome en sueños que no me preocupe, que ella está bien, que Don Ramón la cuida, la ama y la hace feliz.
Todavía, por las noches, la recuerdo. Y aunque para el mundo ella no existe, para mí ella vive en una dimensión que no conozco, una dimensión con un tiempo diferente al nuestro, en la que las almas perdidas son felices.
Documento originalmente publicado en whitepuma.net en nov 15, 1998.